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miércoles, 5 de octubre de 2011

La Belleza de los Objetos. Paco Rallo

                                           

Fotografía: Antonio Ceruelo                                                       
                     
Manuel Sánchez Oms

La expresión externa de la obra de arte es, pues, la expresión del reposo y de la serena grandeza, incluso allí donde debe expresarse la tensión máxima del dolor o de la alegría.
F. W. J. Schelling, Sistema del idealismo trascedental, Tubinga, 1800.

A pesar de la aparente evolución acelerada de las artes plásticas en las últimas decenas, la objetividad de los criterios estéticos con los que valorar un fenómeno artístico sigue siendo un problema. Ésta  no puede residir ni en las habilidades técnicas, ni en las inspiraciones ni en las representaciones de realidades previas. Como poco siempre les faltaría un complemento estable que al menos los sustentase. Ni la Filosofía ni sus escuelas, ni la Psicología ni sus variantes, ni tan siquiera la misma Historia del Arte, han logrado alcanzar una unanimidad en los juicios estéticos, y aún menos la existencia de lenguajes plásticos, dado que todo lenguaje necesita de un consenso popular que lo libere de una racionalización completa. Para que esto fuese posible (me refiero tanto al juicio estético objetivo como a una posible gramática de la creación), el Arte debería finalizar siempre en sí mismo, abocado a una intromisión cómoda pero fatal, ansiada por aquellos que desean justificar su actividad privilegiada, pero insuficiente en un marco social de comunicaciones. Es verdad que de ser así la actividad se liberaría de sus compromisos; sin embargo se le condenaría a su vez al ostracismo. Y no se trataría de una calamidad del artista, sino de la amputación drástica que sufriría la civilización al perder uno de sus mecanismos básicos de comprensión (no sé por qué de repente recurro a verbos condicionales, cuando hoy podemos afirmar que esto es prácticamente un hecho) 
En la actualidad y desde hace ya unas cuantas décadas, como apuntaba anteriormente, el Arte –o al menos aquel conocido, expuesto y publicado, aquel institucionalizado- sólo ha sabido responder a esta imposibilidad con una continua repetición alternativa de las tendencias generalizadas: geometría/ expresionismo/ realismo/ geometría… en un constante deslumbrar onánico por el despertad de formas consabidas aunque enmascaradas tras las nuevas posibilidades tecnologías, hoy por hoy condenadas a imitar los logros de las manualidades antes que avanzar en la producción de sus propias formas.
Todo parece empeñado en no abandonar el proyecto de un Arte autosuficiente, hermético, categóricamente diferente del resto de las existencias. Pero el culto del original exige numerosos sacrificios y chivos expiatorios. Por el contrario, el Arte sólo puede encontrar una funcionalidad siempre y cuando ubique sus objetivos fuera de sí mismo. Esto no supone en principio renegar de su especificidad (el estudio y la creación de las apariencias), y tampoco sería Él el único en tener que hacerlo. Es más, todas las empresas encuentran sus servicios fuera de sí mismas  por su naturaleza social (por orden histórico: la religión, la filosofía, la ciencia…), así como todos los fenómenos naturales o artificiales tienen sus consecuencias más allá de su propia definición: el fuego quema lo que no es fuego y el agua moja lo que no es agua. Es sencillo; forma parte de lo que entendemos por dialéctica, y no sé por qué el arte va a constituir la única salvedad en esto.
Si atendemos a la historia, la idea de un Arte destinado a la mera contemplación sin obstáculos terrenales, se forjó a partir del siglo XVIII y alcanzó su punto más álgido a principios del siglo XX. Las vanguardias cuestionaron esta premisa, la cual fue retomada a mediados de siglo por la tradición greenbergiana norteamericana y por el desarrollo, expansión y actualización de las instituciones culturales. Tanto es así, que la visión autónoma del arte fue la consecuencia inmediata del surgimiento de los primeros órganos de valorización de las obras de arte en el siglo XVIII como alternativa a las academias: los salones, lo que tuvo su expansión en la crítica del arte, en la historiografía del arte, en los museos y, finalmente, en las galerías artísticas. El positivismo renovado y el culto a la razón que ilustraron los primeros coletazos de lo que se conocería como la Revolución Industrial y que erigió el imperio actual del Mercado, volcaron sobre sí mismas todas las disciplinas al tiempo que surgían como tales: el lenguaje se hizo opaco ante sus contenidos con el surgimiento de la filología (desde Vico hasta Foucualt); otro tanto ocurrió con la Historia (desde Compte hasta E. P. Thompson) y, por extensión, con la Historia del Arte. La mayoría de las disciplinas actuales acababan de instituirse escindidas de sus propias realidades. No necesitamos remontarnos a las funciones mágicas, proyectivas, funerarias, religiosas, conmemorativas, litúrgicas, etc., otorgadas al arte en la Prehistoria, la Antigüedad y la Edad Media. La historia y la perspectiva artificial, así como la perspectiva aérea de Leonardo, la modulación geométrica, los sistemas mecánicos de proyección y las anatomías fidelignas, fueron entre los siglos XV y XVII mecanismos e instrumentos de conocimiento que sometían la realidad a la razón, la misma que dotaba al hombre de su superioridad. La imitación de los modelos naturales permitía conocerlos mejor. No creo necesario citar las ilustraciones anatómicas de Leonardo o los grabados de Durero como ejemplos más populares. El hecho es que hoy, a pesar de los elogios de la historiografía y de la crítica dirigidos hacia las “logradas” resoluciones formales, hacia los contenidos temáticos y oscuras inspiraciones que enardecen el culto a los artistas de moda, si analizamos objetivamente el legado de los grandes artistas del siglo XX, podemos afirmar que sus legados son sobre todo investigaciones en nuevas posibilidades materiales y técnicas, aquellas que han permitido la creación de nuevas apariencias y relaciones más compactas entre éstas y sus realidades físicas. Pensemos en el papier-collé de Braque y Picasso (una “máquina de ver” según Jean Paulhan), en las soldaduras de Julio González, en las técnicas automáticas del dadaísmo, del poetismo checo o del surrealismo, en los estudios materiales del Tatlin y Rodchenko, las nuevas matemáticas de Malevitch o El Lissitski, la fotoplástica, los aerosoles de Man Ray, etc. La gran revolución artística del siglo XX, acorde con el desarrollo de otras disciplinas y de la sociedad, fue ante todo material y luego técnica, ya fuese para dotar a la obra de nuevas materias menos codificadas o para desmaterializarla. En cualquier caso esta “revolución” permitió que el material dejase de ser un determinante de la creación para otorgar una mayor libertad como consecuencia de la desaparición paulatina del trabajo en el taller y del encargo. Es lógico pensar que, antes de verse abocado a una lucha sin descanso en la asfixiante competitividad del mercado, el artista podía entregarse, libre de los antiguos lastres, a la investigación. Hoy ya no es suficiente con que éstos demuestren sus habilidades técnicas o formales o se escuden en misteriosas musas y entelequias idealistas. Hoy, el artista sólo puede ser un investigador. Todas las demás disciplinas van encaminadas a este nuevo sector de la actividad humana según los mecanismos lógicos del progreso y de la historia (el cuarto tras la agricultura y la ganadería, la industria y, por último, una administración encaminada a su extinción), a pesar de los retrocesos impuestos por un mercado cada día más reaccionario. Incluso todas las actividades humanas se entrelazan y se diluyen en este recorrido hacia la investigación, la misma que ha desarrollado los medios mecánicos que poco a poco han ido tomando el relevo de la producción. En este cometido el arte recupera su papel como medio primigenio de conocimiento de la realidad dispuesto al alcance del conjunto de la sociedad, y no sólo de unos pocos profesionales y entendidos escudados en el oscurantismo, tal y como nos permiten hoy el desarrollo de los medios tecnológicos, por ejemplo la “revelación infográfica” en lo que aquí nos atañe. 
Es así cómo surge el “arte nominativo”, aquél capaz de valorar cualquier realidad desde un punto de vista artístico, estético y, sobre todo, poético. Siguiendo los argumentos del mismísimo Marcel Duchamp, padre del arte nominal contemporáneo, si los artistas desde el siglo XIX ya no fabrican sus propios pigmentos, la falsa idea de la creación a partir de la nada sucumbe y, entonces, éstos ya pueden proponer como arte cualquier realidad. Esto no justifica, tal y como simplificó su amigo surrealista André Breton, que el artista presente como arte lo que se le antoje (en principio como ataque al mercado capitalista del arte y luego como aliado suyo), sino que todo sea susceptible de ser valorado estética, artística o poéticamente. Quizás tan sólo se trate de un punto de vista más, posiblemente el primero de todos, el más básico. Ya lo advirtió por ejemplo Ernst Cassirer en su Antropología filosófica: “el artista es un descubridor de las formas de la naturaleza, lo mismo que un científico es un descubridor de hechos o de leyes naturales”. En este aspecto, en la contemporaneidad donde adquirimos los objetos a cambio de un dinero que hemos obtenido a través de una actividad más o menos estandarizada y que nada tiene que ver con ellos, el arte se presta como un gran productor de mecanismos creativos de aproximación al mundo objetual, una vez que la lógica, la filosofía y la religión han fracasado en dar una explicación concisa –consoladora al menos- de los mismos. Y es esta última reflexión la que justifica esta extensa introducción a la exposición de Paco Rallo en el contenedor Enlatamus de Remolinos (Zaragoza), a partir del 23 de septiembre de 2011, cofre adecuado para sus objetos embotados, dado que esta sala es un enorme contenedor rescatado de la chatarrería, cromado, aclimatado y ubicado en el Parque del Dance de esta localidad aragonesa.    
La belleza que nos presenta Paco Rallo es una belleza de la contemporaneidad, es la belleza cotidiana de los escaparates pulcros, las distancias fetichistas y poco racionales que nos distancian del mundo artificial en tanto que naturaleza humana. Es la belleza de la mera apariencia. Bajo un punto de vista dialéctico consistiría en la belleza convulsa teorizada por Breton en Nadja y en L’amour fou. Pero más que a una categoría  surrealista, asistimos a una explosión de poética propia de un Bergson y nacida de la excitación del instante y de la fotogenia del cineasta Jean Epstein. La retención extática y catártica de la memoria elige en el amplio mundo virtual del mercado, la estandarización de las dimensiones de unos mismos botes fabricados en serie, para someter a un mismo mecanismo interior la realidad material de la experiencia vivida, redescubierta en diferentes rincones de los talleres, estudios y sucesivos domicilios del autor, como si de realidades ajenas se tratase. Tal y como señala la primera parte del título, la belleza de la aportación de Paco Rallo en esta exposición, viene ofrecida por los objetos mismos. Se trata de encontrar medios de revelación para el conocimiento. Él experimentó su redescubrimiento. Ahora, más allá de la mera mitología personal, intenta rastrear un recorrido contrario a aquel desconocido que ha conducido a estos objetos hasta su ubicación actual, y sólo aquí reside la condición artística de los mismos y de este montaje en su conjunto, así como su naturaleza procesual. En la complejidad material del arte contemporáneo, ante una simple pintura de la que tan sólo apreciamos el resultado, estamos provocados a realizar redescubriéndolo, el camino inverso al que el artista ha elegido como proceso creativo. Desconocemos este calor del que, tal y como ocurre con la Historia misma e incluso con las ciencias exactas, tan sólo podemos realizar una “reconstrucción”, donde el prefijo “re” no implica más que una mera referencia impulsiva antes que un modelo para ser recreado, encaminada en verdad a la producción de una nueva realidad según los mecanismos bergsonianos de la memoria.
La muestra de Paco Rallo resulta extraña pero a la vez familiar. Los objetos nos son tan lejanos como la mayoría de los que nos rodean en la vida real, en el exterior de los espacios institucionalmente erigidos o reutilizados como espacios expositivos de Arte mayúsculo. El cristal de los botes que retienen casi fotográficamente los objetos, que los solidifican en una posición concreta, que destilan la imagen de una realidad extrañándola, circundan las calles más céntricas de nuestras ciudades y sirven de alimento a las convulsiones del poeta flâneur moderno teorizado por Walter Benjamin a partir de Baudelaire, una nueva realidad que el hombre todavía no ha sabido asimilar, es decir, no ha sido capaz de participar en ella ni en su orden, ni a nivel individual ni colectivo, y es aquí donde la poética y la estética contemporáneas comienzan a trabajar, buscando nuevos mecanismos de revelación.
Por su parte, Paco Rallo nos ofrece la belleza embotada de una serie de objetos que él mismo ha seleccionado sin saber muy bien por qué, dejándose guiar por una intuición rápida donde se confunden multitud de recuerdos e impresiones. Existe un primer nivel estético, frío, una belleza que nace desde el momento en que estos objetos han perdido su función. Esta experiencia ya fue conocida por Paco Rallo en los inicios de su carrera plástica en el grupo Forma (1972-1975), y quizás podamos afirmar que, tras una introspección profesional en la escultura y la pintura, desde hace una década ha retomado este interés por el objeto –más bien por el desperdicio- que, con Forma, en principio se supeditó a los valores plásticos y formales, alcanzando incluso al final de la trayectoria del grupo con algún collage, la recreación narrativa. Sin embargo, cuando recupera actualmente este interés por el objeto, lo hace para poco a poco ir revelando la belleza intrínseca de la mera presencia de las cosas, para investigar con estas muestras nuevos mecanismos de apropiación inspirados en el recuerdo y, de este modo, en la comunicación y el entendimiento con el visitante de la exposición, lo que constituye precisamente lo que Paco Rallo entiende como “Memoria compartida”. Con ello, se adscribe a los mecanismos de antropomorfización del objeto recurridos por Umberto Eco en el compendio de sus primeros artículos bajo el título la Definición del Arte: “Cada objeto lleva en sí una carga de significados, constituye casi un término de lenguaje con sus concretas referencias impensadas, como si se tratase de una palabra; aislemos el objeto, sustraigámoslo a un contexto habitual y e insertémoslo en otro contexto: adquirirá un nuevo significado”. Esta extensión antropocéntrica del lenguaje al conjunto de las existencias y de los fenómenos, bajo la certeza de que todos ellos son susceptibles de aportar un significado para nosotros, esta nueva fe en la necesidad de la conciencia en la certeza acabada de las presencias, supone en el fondo el último intento de la civilización occidental de preservar el trono que Dios reservó al hombre. No obstante, no creo aventurado afirmar que esta nueva aproximación de Paco Rallo al objeto surge en parte de sus trabajos de diseño gráfico, en los que recurre a imágenes preexistentes para articularlas con palabras y letras hasta la conformación de un nuevo mensaje, tal y como pudimos comprobar en su última muestra retrospectiva en el Institut Français de Barcelona bajo el título La indisciplina del pensamiento (2011). Esta manera de abordar los objetos no sólo implica un sometimiento de la realidad a un sistema de referentes próximo al lenguaje, sino, tal y como apuntábamos al principio, una sustracción de la imagen que, en la muestra que aquí nos concierne, es lograda gracias a la detención extática de los objetos encontrados en la pulcritud de los botes de cristal. Es más, en estas piezas ya no encontramos descontextualización para enlazarlas en una reubicación que desvele nuevos contenidos, sino que se trata de una acumulación casi espasmódica cuya razón de ser es una experiencia pasada, en principio extraña ante el encuentro de objetos en lugares que rememoran el pasado del autor, los cuales han constado como propios y que, poco a poco, van adquiriendo de nuevo el calor de la vida material que el romántico Jean Paul ya apuntaba en su Introducción a la estética (1804): “Lo que le falta al nihilista es la materia, y, por tanto, la forma viva; lo que le falta al materialista es la materia viva y, por lo tanto, la forma; en una palabra, lo que a entrambos aqueja es la falta de poesía”.
Trece botes transparentes con tapa negra mortuoria, anteriormente exhibidos en la colectiva “Zaragoza rebelde” (2009), son prolongados con cuatro más a partir del descubrimiento de nuevos espacios, el más significativo el taller de su padre fallecido recientemente, el escultor Francisco Rallo Lahoz. En este caso, Paco no trabaja con la descontextualización. Incluso en la mayoría de estas muestras existe cierta continuidad semántica (móviles, consumibles informáticos, ratones de ordenador, instrumentos de aseo, material de oficina, prendas, cinturones, peines y cepillos, etc.), por lo que demuestra una mayor similitud con los bodegones barrocos del siglo XVII y con los quodlibets decimonónicos, que con la descontextualización del collage vanguardista, arribando incluso a la neurosis taxonómica que, en realidad, subyace en toda aquella modalidad del ensamblaje deudor del concepto de museo y de colección, teorizado y diferenciado del environment por Adalgisa Lugli hace una década. De esta manera Paco Rallo, con esta muestra, se ubica en una tradición objetual que arranca de las cajas y maletas de Duchamp, continúa en representantes como Joseph Cornell o Louise Nevelson, hasta alcanzar artistas más contemporáneos como Marcel Broodthaers. Los cortes propios del ensamblaje y del collage no se encuentran en las piezas de Paco Rallo entre los objetos, sino que son los propios cristales de los botes los que yuxtaponen los diferentes conjuntos hasta establecer una cadena infinita en principio difícil de seguir. Y es que esta apreciación de Adalgisa Lugli exige una vez más una implicación del objeto con el lenguaje, aunque siempre tras haber sido reubicado en un nuevo contexto según la voluntad del artista.
Lo mismo ocurre con otra referencia de primera mano, esencial para entender el proceso que ha conformado la muestra que ahora nos presenta Paco Rallo. Me refiero a la lectura del objeto artístico propuesta por Gaëtan Picon en  Las líneas de la mano (1969). Precisamente, uno de los botes de Paco que ha proseguido aquella serie expuesta en “Zaragoza rebelde”, está lleno de trozos de arcilla modelados. Por lo tanto, en ellos podemos rastrear esas líneas de la mano que Gaëtan Picon alerta como única vía posible para traspasar y superar la condición “murada” de los objetos, aún más en el estado actual de alienación y extrañamiento de los individuos frente a ellos -y de la sociedad en su conjunto-, derivados por un lado del sistema de producción taylorista y, por otro, de la generalización de las conductas consumistas.
Una caja que rompe más o menos la uniformidad de los recipientes, concretamente destinada en principio para queso extremeño del Casar, se expone llena de cds, donde una nómina de los mejores representantes nacionales del diseño gráfico, más otros monstruos internacionales en la materia, grabaron los trabajos que quisieron hacer constar en la exposición “Sin límites. Visiones del diseño actual” que el mismo Paco Rallo montó en Zaragoza y Gijón en 2003. En los objetos quedan las tramas de anteriores manipulaciones, surcos-testigos de anteriores interacciones entre objetos y personas, manipulaciones, vivencias que, aún siendo ínfimas y difíciles de descubrir, determinan el acceso a nuevos deambulares a través del tiempo, aunque se trate de un tiempo pensado, reconstruido e interpretado con el que crear una nueva experiencia. En suma, estamos ante la “memoria compartida” a la que se refiere Paco Rallo con el título de la exposición. Sin embargo, este procedimiento teorizado por Gaëtan Picon e inspirado en “la líneas de la mano”, necesita de nuevo una intromisión del lenguaje, dado que estas mínimas fisuras, que los artistas tienden casi inconscientemente a disimular para alcanzar una mayor unidad orgánica del acabado, aun a costa de sacrificar la fisicidad de la obra, se comportan como una escritura cargada de mensajes. No obstante, es aquí donde el conjunto presentado por Paco Rallo resulta más sutil, al complementar (o más bien al contraponer) textos en blanco ploteados sobre soportes magnéticos de color rojo. No se trata de una explicación, ni siquiera de un complemento lingüístico para los objetos embotados. Eso supondría la reiteración y la narración. Son extractos de cartas y de otros escritos que han quedado olvidados en rincones del pasado y que, por ello, funcionan como los mismos objetos. Son palabras que acusan la objetivación al que el lenguaje está sometido en la contemporaneidad, y no a la inversa como bien ansía y desea en el fondo la semiología y el estructuralismo. Parafraseando a Mallarmé, “la poesía no está escrita con ideas, sino con palabras”, así como el artista plástico trabaja con realidades, por muy fantasiosas que éstas sean. Siempre es la materia la que adopta el creador, antes incluso que las formas, y si esto no fuese así, el proyecto comunicativo que Paco Rallo aquí nos presenta, no tendría lugar. Sería condenado a los discursos demagógicos de las ideas porque, si en los inicios del Renacimiento, autores como Cennino Cennini defendieron la condición noble de la Pintura emparentándola con la Poesía por compartir ambas la Retórica, lo que hoy somete la pintura y el resto de las realidades a la apreciación poética es la materia, la única que puede despertar en nosotros los mecanismos de comprensión y aprehensión que, en última instancia, conducen a la imaginación. Para nuestro autor, no hay  contenidos posibles sin materia.
Pero este “imaginismo materialista” está cargado de un simbolismo, cuyo funcionalismo bien nos podría conducir a la dialéctica empleada por el máximo exponente en esta inclinación filosófica interpretativa: Gaston Bachelard, con quien divisamos un fuerte respaldo jungiano en base a los arquetipos, así como cierta concepción extática del instante deudora en parte de Bergson. Al hablar de su obra, Paco Rallo, además de referir a un simbolismo, expone una serie de sentimientos confrontados en una explosión de recuerdos y experiencias materializados en estos objetos fragmentados y que él ha intentado ordenar meticulosamente aunque, al mismo tiempo, mecánicamente: “dolor, tristeza, alegría”, “momentos de placer y sufrimiento” (parafraseo el flyer que acompaña la exposición), connotaciones que apreciamos en el calor del rojo y en la oscuridad absoluta del negro que, por ejemplo, encierran las flechas de algún “Cupido” y recubre la caja de bombones de la marca “Amorino” que las apresa hasta configurar religiosamente su propio relicario de objetos. Dulzura, muerte, reliquia, religión, plegaria, deseo… Eros y Tánatos gobiernan la vida misma, y Paco Rallo nos habla de ellos desde al menos su participación en la exposición colectiva Erotomía, celebrada en los Antiguos Depósitos de Agua de Zaragoza en 2004, aunque la atracción por la comprensión de los modelos naturales, tradicionalmente femeninos, ya los abordó en ciertos ejemplares de la serie de infografías de 1998 “Transformación que no transgresión”, con los que demostraba que la aproximación cognitiva al modelo deseado no supone una violación del mismo, sino su revelación una vez transformado, en este caso por los medios que brinda la tecnología informática, a través de la descomposición cromática del pixelado como si de un sistema de fractales se tratase, de la misma manera que en estas piezas objetuales, los objetos se reúnen en nuevos conjuntos transparentes, de los cuales los cuatro últimos enfatizan el espacio donde han sido encontrados, más que cierta coherencia taxonómica e impulsiva, porque cuando Paco Rallo niega las barreras que algunos se empeñan en imponer entre el trabajo artístico y el diseño, afirma la colaboración de los medios mecánicos y orgánicos, en una feliz simbiosis del artista con su instrumento, -la máquina-, incluso intercambiando actitudes automáticas y conscientes. Como afirma Florence de Mèredieu, un trabajo con fractales es un prototipo de imagen, dado que lo guía la coherencia de cada una de sus partes con el todo orgánico, lo que conduce de nuevo a la comunión de lo orgánico y la mera yuxtaposición de lo inorgánico o mecánico. Popularmente entendemos por imagen la visualización de un fenómeno exenta de los sentidos restantes. Por eso va ligada directamente al deseo, porque ha quedado a medio camino de una aprehensión global del mismo. La imagen es en sí misma una descontextualización de los sentidos, una extracción o separación de uno de ellos respecto a los otros. Por esta razón el collage ha estado ligado en las décadas de 1920 y 1930 a la imagen en un momento de absoluta revolución de la misma, sobre todo gracias a las nuevas posibilidades que la fotografía y otros medios de reproducción mecánica propiciaban una vez liberados de su función imitativa y representativa. Por esta misma lógica entendemos los conceptos de “imagen auditiva” o “impresión táctil” (la imagen visual también se materializa siendo impresa en un soporte material), y no pararemos hasta descubrir de dónde proviene un olor que no cesa de apelar a nuestro olfato. El fenómeno se solidifica en el momento en que los sentidos convergen en la sinestesia, en el momento extático del descubrimiento, lo que para Paco Rallo supone una expiración mortuoria en negro, el reposo o la ausencia de toda imagen tras la catarsis, alcanzada por los medios mecánicos de la infografía, o por los automatismos del trazo o de la clasificación nerviosa. No es el collagista o el ensamblador el que nos ofrece una realidad descontextualizada de antemano, -insisto-, sino todo lo contrario, él intenta establecer nuevos conjuntos para una naturaleza desmembrada de antemano por la actual y caótica administración de la misma. Por esta razón hoy el artista sólo puede presentarse como un investigador.                
Cuando hablamos de Tánatos no nos referimos aquí a un final inminente, sino a un ciclo que parte de la peor muerte de todas, aquella en la que tan sólo existe el proyecto de nosotros mismos o cierta presunción, el germen a modo de ratapa de las vivencias que nos conforman, apresadas en la mudez de los objetos que a su vez despiertan nuestra curiosidad, primer apéndice del deseo que culminará en la aprehensión o nueva y segunda muerte del objeto, al menos hasta no ser de nuevo rescatado en la memoria, porque, más que los objetos, en esta muestra ofrecida por Paco Rallo en Remolinos es el proyecto de una memoria encontrada la que disfruta del papel más importante del reparto. Arte como comunicación pero, sobre todo, conocimiento compartido de nuestro entorno más inmediato, antes que mero entretenimiento para expertos estetas aburridos, o que esbafadas complacencias colectivas. Quedémonos con la hipótesis comprobada con los resultados expuestos en Remolinos: la memoria, sea cual sea su naturaleza y la ilusión que despierte en cada uno de nosotros, siempre será constructiva. 

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